lunes, 21 de noviembre de 2011

Apología de un suicidio II




Tras la muerte de su familia, no volvió al monte con sus compañeros carlistas, ya le daba igual quien gobernara, todos eran la misma mierda, unos más modernos que otros, pero iguales. 

Abandono su tierra y cada paso que daba, olvidaba lo vivido hasta que un día no pudo ni recordar su nombre, ni la razón por la que huía, simplemente tenía la necesidad de hacerlo. 

Una noche mientras dormía en el claustro de un viejo monasterio soñó que entraba en una casa en la que nunca había estado, pero en la que se sentía como en casa, En un gran salón su padre le esperaba.

-Actúa siempre de forma que los que fueron antes que tu, se sientan orgullosos de ti y que lo que sean después te recuerden con respeto y veneración por haber aportado fama y gloria a tu casa.-

Al despertar lloro, por haber deshonrado su casa y decidió volver. 

Fue un camino de vida, pues cada paso que se acercaba a su casa recuperaba su  pasado y lo afrontaba con valor, ya no tenia miedo. 

En ningún momento anduvo solo, ya que nada más despertarse tomo la decisión de morir y  la muerte le acompaño como una amiga fiel, endulzando el camino con su olor. 

Si alguien hubiera sabido de su decisión y le hubiera preguntado el porque, seguramente le habría contestado que allí el aire era más puro, la hierba más verde y el agua más clara, le hubiera dicho que desde el momento que piso aquella casa la considero su hogar y que deseaba volver con los suyos, le hubiera dicho que nunca se había sentido tan vivo y que su alma se había cansado de su cuerpo y deseaba volver al origen donde la vida y la muerte se confundían. 

Al fin llego a su casa y bajo el olivo donde había enterrado a su familia, l esperaba su mujer más bella que nunca. Se acerco al él y le beso dulcemente, después acaricio su rostro suavemente y se fue, con la certeza de volver a verle pronto, dejando tras de si un dulce olor a muerte. 

Tras un rato asomado al balcón aspirando el olor a leña y tierra húmeda volvió a sentarse en el sillón.
 La muerte le esperaba.
 La miro a los ojos, pero no dijo nada. Ella le sonrió maternalmente.

Lo hizo despacio y metódicamente. Se sirvió un vaso, de su mejor botella de vino, en una copa de cristal veneciano, después hecho la cicuta, y bebió la mezcla lentamente saboreandola. 

Conforme bebía, el mundo se desvanecía, el muro entre los vivos y los muertos fue haciéndose más delgado hasta desaparecer y finalmente se fue hacía el otro lado, acompañado de la alegre melodía de la muerte. 

Fin

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